Personas sin rostros y vidas en vidrieras:

La Venta del Ser en la Era Digital

Vivimos en un mundo hiperconectado, donde nunca fue tan fácil estar “en contacto” y, paradójicamente, nunca estuvimos tan lejos de nosotros mismos. Nos vemos, pero no nos miramos. Hablamos, pero no nos escuchamos. Compartimos, pero no nos entregamos. En esta nueva era digital, las personas ya no valen por lo que son, sino por lo que aparentan. Vidas cuidadosamente editadas, sonrisas ensayadas frente al espejo, interacciones vacías y una carrera frenética por pertenecer.

¿Qué hemos perdido en el camino? ¿Dónde quedó el ser auténtico, la moral, el encuentro real?

Este artículo propone una mirada crítica —y profundamente humana— sobre los tiempos que habitamos. Una reflexión urgente sobre el precio que pagamos por vivir expuestos en vitrinas digitales, y el riesgo de convertirnos en lo que tememos: personas sin rostro.

Una reflexión sobre la pérdida del ser en tiempos de hiperconexión

En esta época donde el término “globalización” ha dejado de ser una novedad para convertirse en parte de nuestro día a día. Esta nueva era nos ha conectado como nunca antes, acortando distancias, multiplicando oportunidades y ofreciendo una inmensa diversidad de escenarios, productos y relaciones. Sin embargo, también ha tenido un costo profundo y silencioso: nos ha robado algo esencial. Nos ha quitado el ser.

¿Qué nos llevó a esta pérdida? ¿Qué nos metió en vitrinas?

La globalización, aunque ha acercado a las personas, ha diluido nuestras identidades. Hemos pasado de ser el centro de la sociedad —seres que deben ser cuidados y preservados— a convertirnos en objetos de consumo y producción. Ya no importamos por lo que somos, sino por lo que tenemos, por lo que compramos, por lo que generamos. En otras palabras, nos hemos quedado sin rostro.

Hoy vales por lo que tenes, por lo que podes consumir o por lo que producís. Si no estás en condiciones de comprar, de mostrar, de rendir o de generar, simplemente quedas afuera. Sos descartado. Y es así como muchos pasamos a ser objetos de vidriera —expuestos, medidos y juzgados— u objetos de producción —valiosos solo si servimos para algo útil.

La distopía ya no es ficción: un espejo llamado Black Mirror

Un claro ejemplo de esta deshumanización es el capítulo «Nosedive» de la serie Black Mirror. En esta historia, ambientada en un futuro no tan lejano, la protagonista Lacie solo puede alquilar un departamento si su puntaje social —basado en interacciones en redes— supera los 4.5 puntos. En esta realidad, las personas son juzgadas incluso por la calificación de sus conocidos, y quienes tienen menos de 3.7 son tratados como mediocres.

Lacie finge amistades, practica sonrisas frente al espejo y se esfuerza constantemente por agradar, no por quien es, sino por cómo se la percibe. Todo en función de subir su puntuación. Si nos detenemos a pensar un poco en esto, esa dependencia emocional del «like», de la imagen, de la aceptación ajena, no es tan diferente a lo que muchos vivimos hoy.

El capítulo nos muestra con crudeza cómo las emociones, los vínculos y hasta la autoestima de las personas dependen del reconocimiento virtual. Lo trágico no es solo que se pierda la autenticidad, sino que se pierde el discernimiento moral. Ya no importa lo correcto o lo verdadero, sino lo que proyecta mejor imagen, lo que es funcional a las apariencias.

¿Es solo ficción?

Lamentablemente, no. Vivimos en un mundo donde las reuniones familiares se llenan de ausencias digitales. Estamos juntos, pero ausentes, atados a nuestros teléfonos, esclavizados por la necesidad de estar conectados, de mostrar, de aparentar. Incluso en la intimidad del hogar, como en la mesa de cada noche, se ha perdido el encuentro humano, reemplazado por pantallas.

Esta pérdida no es solo externa. También dejamos de escucharnos a nosotros mismos. No hay tiempo ni espacio para preguntarnos qué anhelamos, cuáles son nuestros proyectos, hacia dónde vamos. El ser moral que habitaba en cada uno ha sido silenciado por la necesidad de agradar, de pertenecer, de ser aceptado por un sistema que nos usa, nos mide y nos descarta.

Hoy, muchos han dejado de ser personas para convertirse en perfiles. En números. En avatares sin profundidad.

¿Hay esperanza?

¡Por supuesto que sí! La tecnología no es el problema en sí misma. Es una herramienta poderosa que puede ser utilizada para el bien. El desafío está en el lugar que le damos en nuestra vida. ¿Está al servicio del ser humano o es el ser humano quien vive al servicio de la tecnología?

El Papa Francisco, en su encíclica Fratelli Tutti (n.º 87), lo expresa con claridad:

“Un ser humano está hecho de tal manera que no se realiza, no se desarrolla ni puede encontrar su plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás. […] Esto explica por qué nadie puede experimentar el valor de vivir sin rostros concretos a quienes amar.”

Necesitamos volver a mirarnos a los ojos, recuperar lo esencial, redescubrir que solo nos entendemos a nosotros mismos cuando entramos en relación con el otro.

La primera palabra de Adán: una clave para el reencuentro

Este principio relacional está también presente en las Sagradas Escrituras. En el libro del Génesis (3, 20), Adán da nombre a su compañera: “El hombre dio a su mujer el nombre de Eva, por ser ella la madre de todos los vivientes”. Es el primer momento en el que Adán habla en toda la narración. Y lo hace cuando se reconoce en el otro.

Solo cuando descubrimos el rostro del otro, cuando vemos en él un reflejo de nuestra humanidad, nos reconocemos verdaderamente como personas.

Reconstruir el rostro: una misión urgente

Aún hay personas que eligen vivir de manera distinta. Que acompañan, que recuerdan a los demás de dónde vienen, quién es su Creador, cuál es su dignidad. Personas que ayudan a reconstruir los rostros rotos de esta sociedad, a revivir el ser que yace dormido bajo las máscaras de las apariencias.

La ética y la moral no son obstáculos al progreso, sino caminos de reconexión con lo humano. El bien común no es una utopía, es una tarea compartida.

Volver a ser seres sociales, y no simples usuarios de redes sociales, es una necesidad vital para la humanidad. Recuperar el rostro, el ser, la voz, la mirada. Ser personas, no perfiles. Ser humanidad, no algoritmo.

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